Parece, de lejos, una especie de Quevedo budista, sereno, tranquilo, reservado y opaco en muchos aspectos. El bigote, la calvicie y la antigua larga melena que junto con esa media sonrisa tímida le confiere ese aspecto de quevediano total y fuera de contexto en el espacio y el tiempo. Pero que nadie espere que Antonio Colinas saque un florete y se dedique a batirse en duelo con el primer rompehuevos que se le cruce en el tabernarium, como hacía el auténtico Quevedo (igual buen espadachín que escritor); es el hombre más pacífico del mundo, una especie en extinción, un sabio que coge tal distancia del mundo para poder verlo que se eleva y parece más allá de cualquier problema o cuita de la realidad. Es un nirvana con piernas, capaz de saltar del ensayo a la poesía con la misma facilidad con la que acumula libros y títulos en su haber.
Trabajador incansable, no para, y prepara ya antologías y nuevos ensayos que algunos esperan como agua de mayo. Reconocemos que apenas hemos leído su poesía, porque algunos no han nacido para entender el verso, la rítmica, es esa asignatura pendiente literaria que no desembocará en nada. Sabemos que la lírica se mete entre los párrafos de prosa, que el lenguaje total actual es una fusión de todo tipo de extremos formales: prosa poética, explicaciones dignas de ensayo, diálogos teatralizados, todo en formato de novela corta o larga. Eso es la literatura, y no como el bueno de Colinas, un vestigio único y deseable de una forma diferente de entender las letras que puede que se extinga con él. Colinas todavía no se ha contaminado con internet o la comunicación horizontal de la posmodernidad; quizás por eso para mucha gente sea tan interesante, y puede que candidato a todos los premios grandes imaginables. Somos pequeños electrones minúsculos y absurdos a su lado, aprendices de brujo que juegan con fuegos que no son nuestros. Tan sólo eso.
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