La falta de entendimiento entre creadores artísticos y el resto de los mortales (dotados de un sentido común basado en el gusto personal, hecho de mil hastíos) tiene tintes trágicos cuando un espectáculo busca conectar con la gente. Se produce ese vacío embarazoso en el que ni el periodista sabe qué decir, ni el artista comprende por qué nadie le dice nada, y donde el público se queda pensativo sobre si le gusta, no le gusta o directamente no sabe qué puñetas hacer. El último artículo de Gervaise de la Rochelle en el ‘Daily Telegraph’ data de 1976, del suplemento literario y teatral. Al final del mismo dejó un extracto que habla de su forma de ver las cosas: “No importa lo bueno que seas en algo, las maravillosas ideas que tengas, los increíbles libros que escribas, los grandes diálogos que imagines; nada puede todo tu talento, tu genio, tu inteligencia y sensibilidad. Puedes hacer una obra de arte que haga llorar y emocionarse a millones de personas, pero sólo basta un idiota con mando en plaza, un cargo, y todo lo bueno que puede hacer un ser humano queda en el cubo de la basura con la frase ‘No sé, esto no me convence, mejor de esta forma’. El artista insiste, e insiste, pero la falta de miras y la tozudez de determinados sujetos van cogidas de la mano. A partir de ahí la inteligencia queda sepultada en mares de gris plomo”.
Estas frases (y ese vacío brutal del que hablábamos al principio) se podrían aplicar en parte a los creadores contemporáneos como los que pululan estos días por el Festival de las Artes en Salamanca: grandes ideas que en sus cabezas y en un nivel superior de cultura son estupendas, pero que fracasan al enfrentarse con una sociedad con un nivel cultural que ni por asomo les alcanza (gracias a los dioses) y dotada de un sentido común muy práctico. Esto es: “No lo entiendo, pues no me gusta”. Cada día sentimos más compasión de Guy Martini, de los programadores culturales y de “Inteligencia” en general. La cadena falla justo por el eslabón más débil, el que une el mensaje con el receptor. El gran problema del Festival de las Artes, trágicamente, no tiene solución, porque se tardarían décadas, generaciones, en cambiar las cosas: amueblar la mente de los salmantinos con una refinada cultura que entienda como algo más que un espectador en blanco. Triste, pero real.
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