Amistad, del latín amicitas, definida por la todopoderosa RAE como “Afecto personal, puro y desinteresado, compartido con otra persona, que nace y se fortalece con el trato”. Ambrose Bierce, uno de nuestros sabios de cabecera, la definió en el ‘Diccionario del Diablo’ como “Un gran barco capaz de albergar a dos personas con buen tiempo y a una sola en plena tormenta”. Ahí no estamos precisamente de acuerdo, pero con Bierce todo depende de cómo te pille el día. Epicuro consideró que la amistad era superior incluso al amor, porque mientras la primera podía ser eterna con el trato, el segundo se acortaba y pudría a medida que se ganaba en confianza. La amistad auténtica surge de los chispazos y los choques entre individuos, en un acto continuo de limar asperezas que genera la confianza indispensable, esa idea de “no voy a escuchar eso que has dicho, por el bien de ambos”, pero que suele convertirse en fuente de energía cuando la vida propia entra en barrena.
La auténtica amistad no suena a campanas, sino a risas ahogadas, a esas miradas de complicidad, al perverso placer de machacar a un tercero, o directamente del apoyo ofrecido, al hombro en el que llorar las frustraciones con la tranquilidad de saber que esa persona no las va a usar contra ti. Los optimistas creen firmemente en la amistad, los pesimistas dudan de ella porque piensan que siempre les traicionarán. El camino medio es mucho más tenebroso, producto del enroque de esas dos personas alrededor de intereses comunes que hay que proteger. Estos últimos son precisamente los que cimentan la relación: porque la verdadera amistad siempre es Cosa Nostra, para lo bueno y para lo malo. Los anhelantes de la virtud soñarán con una camaradería total, hermanos de sangre y esas cosas, pero no suele ser así. La realidad, por desgracia, no supera aquí a la ficción novelesca. Pero bendita sea. Y cómo se echa de menos al otro/a cuando las olas son enormes y uno parece un submarino y no un barco…
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