sábado, 2 de mayo de 2009

El Alcaraván y Graham Greene

Uno de los mejores rincones que atesora Salamanca es El Alcaraván. Está en plena calle Compañía, una cafetería encajonada entre la Pontificia, la Casa de las Conchas y las apelotonadas casas viejas que giran en curva para abrir paso a la calle Meléndez. Es la parda preferida de cientos de universitarios, donde desayunan, beben claras, infusiones y discuten. También es el rinconcito de otros tantos profesores de la Upsa y la Usal en su increíblemente atareada jornada diaria (juas juas). Bastan diez minutos de silencio contemplativo con un café delante para darse cuenta de que Damon Alexander tenía razón: “La naturaleza humana se forja como un bloque de piedra bajo las manos de Miguel Ángel; cada golpe de la vida es un martillazo con escoplo para tallar el resultado final, y valen más los golpes mal dados que los certeros”. 

El Alcaraván permite ver que los fallos superan a los aciertos, y que esa intelectualidad no da más de sí que un café. Somos patriotas porque todavía tenemos esa irresoluble esperanza cristiana en el alma, pero España no es una buena amante, no hay reciprocidad entre el amor profesado y el placer encontrado.

Al otro lado de la barra hay un tipo ya maduro, de nombre Esteban, que a fuerza de parapetarse de los golpes del escultor ha conseguido ser un hombre sabio, silencioso, que sonríe mucho y sólo habla cuando debe. El pavor de lo que se escucha queda entonces mitigado por una ceja arqueada de comprensión, el único refugio posible para las mentes que todavía aspiran a que España escape de los usos y costumbres que la envenenan. Churchill dijo que éramos un pueblo vengativo y cegado por el fanatismo y las frustraciones. Razón no le faltaba. Ah, quién hubiera podido ser Graham Greene, ser inglés y enamorarse de España…

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