Dijo Arsuaga a su paso por Salamanca el otoño pasado (paleontólogo, no cocinero, que ser vasco da para muchas más cosas…) que el homo sapiens es el único animal que es capaz de superar la barrera de la lógica biológica: no mata o muere por comida o seguridad, también lo hace por banderas, por símbolos, por abstracciones. La capacidad de abstracción fue a la par que el famoso pulgar prensible o el bipedismo. Tres saltos mortales con doble carpado que nos convirtieron en esa super especie parasitaria que se está cargando el planeta. Un célebre microrrelato de la ciencia-ficción, narrado en perspectiva, presentaba una asamblea de razas alienígenas que debatían si la humanidad era peligrosa o no, si éramos los homo sapiens dignos de sentarnos entre seres que eran casi como dioses. El final del texto lo dice todo: justo cuando estaban a punto de votar y había razones para integrarnos los humanos empezaban una invasión total contra ellos. Y les vencíamos.
No es una moraleja, más bien lo contrario, nuestra querida especie tiene la misma tranquilidad y serenidad para crear que para destruir, nos comportamos como si fuéramos dioses caprichosos: si algo no nos gusto lo arrasamos y lo reconstruimos como nos apetezca. Y rara vez lo conservamos, y cuando lo hacemos es por pura egolatría. Más que homo sapiens, esto es, “homínido que sabe”, somos ‘homo superego’. Desde que venimos al mundo nos enseñan que debemos ser dioses sobre la tierra, y como tales nos comportamos. Eso genera dos efectos colaterales: primero, que desequilibramos el medio en el que vivimos y lo arruinamos; segundo, que nuestro poder nos permite sobrevivir a nuestros propios desmanes. Somos como los virus, como las ratas, las hormigas o las cucarachas, bestias bien organizadas, carroñeras del medio, lo exprimimos a fondo y cuando lo agotamos saltamos a otro lugar para hacer lo mismo. Eso sí, todavía falta para migrar a Marte en masa, así que mejor si nos cuidamos muy mucho de no destruirlo todo a la primera.
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