martes, 2 de diciembre de 2008

La Hipocresía en los altares


Llevábamos mucho tiempo mordiéndonos la lengua con el tema de la Memoria Histórica, en parte porque formamos parte de una generación a la que la Guerra Civil le queda muy lejos, en una nebulosa que no entendemos, siendo hijos de la democracia como somos. También para no tomar partido: tampoco es que lo vayamos a hacer, pero después de un visionado crítico de la película 'Amen', de Costa-Gavras, sobre el colaboracionismo de la Iglesia con el nazismo, debemos al menos decir algo. Sobre todo que resulta curiosa la frase de "olvidemos para convivir" de la iglesia en España, la misma que ha llevado a los altares a los mártires de la guerra, pero también la hipocresía generalizada de una institución que condenó a Galileo, a Newton, a Darwin, que quemó a Giordano Bruno por decir la verdad, que persiguió, torturó y asesinó quemando vivos a miles de ciudadanos que pensaban diferente. Es la misma institución que a principios del siglo XIX emitió una bula condenando la ciencia, la democracia y el liberalismo como demoníacos, la misma que se enriqueció con los fondos de inversión en la posguerra, la misma que miró para otro lado cuando no colaboró directamente durante el genocidio de siete millones de judíos y otros tres millones de minorías. Y no nos vale que los nazis mataran en los campos a varios cientos de sacerdotes; una muerte no enmienda siglos de errores. "El tiempo y la historia juzgan y ponen a cada uno en su lugar", decía Gervaise de la Rochelle, y la iglesia tiene ahora el fruto de sus actos: apartada, minoritaria, satirizada, objeto de burla y escarnio públicos, en la cuneta; abren la boca los obispos y les convierten en dianas gigantes contra todo tipo de puyas, de la izquierda y de una derecha que ya la ve como un lastre. Al final todo se puede reducir a una anécdota de la Segunda Guerra Mundial, la del capitán judío americano que cuando entró en un pueblecito y supo que los dos curas habían colaborado en el holocausto sacó a culatazos a los párrocos y les obligó a cavar fosas para los muertos día y noche. Después, les quemó las dos iglesias. Cuando el obispo de la zona fue a quejarse airado al mando superior, éste (protestante, mala suerte) no dijo nada, se limitó a enseñarle en alto la lista de colaboradores que había dado el jefe del partido en el distrito: el suyo estaba el primero. Pues eso, queridos, que no hay autoridad moral que valga cuando tienes la manos manchadas de sangre. Y menos para criticar que se abran fosas de desaparecidos. Cada cual recoge lo que siembra, ¿no?

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