lunes, 27 de octubre de 2008

Érase una vez la London Symphony, el CAEM y un tarado


Pasó como una exhalación la London Symphony Orchestra (LSO) por la orilla del Tormes, más concretamente por el CAEM, con el director Harding como jefe de escena y los dedos ágiles de Imogen Cooper, que llegó, tocó un concierto para piano de Mozart y salió escopetada como toda buena estrella que se precie. La temporada clásica tocó techo con las obras de Sibelius y Schumann que retumbaron desde la platea al anfiteatro, donde Corso Expresso acabó atornillado a la silla entre la indiferencia generalizada. Ya saben todos que el melómano clásico se divide en varios grupos: sociales (que sólo van para que les vean allí y suelen odiar la música), tradicionales (sólo escuchan eso y por lo tanto van como quien camina hacia la misa dominical), pedagógicos (que van porque quieren aprender, porque saben algo de música y llevan también a sus hijos, que acaban dormidos o dando tumbos por la butaca presos de un mortal aburrimiento), emocionales (la clásica les llega al alma, al corazón y les da el calor sensitivo del que les priva la humanidad) y finalmente "tarados", "freaks de la solfa" o directamente enfermos. Vamos a meternos en este último grupo, todos los del equipo, que de algún lado cojeamos: el arranque de la sección de cuerda es como un latigazo de gusto sobre la piel y la LSO sabe bien cómo darle placer a este último tipo de melómanos, tipos desmadejados social y espiritualmente que dan botes en su sitio del auditorio con determinados acordes y temas, que cambian de postura y a los que se les van las manos entre el silencio y el hieratismo de todos los que le rodean. Tengan compasión, son los mismos que dicen que "Beethoven es Dios" y matarían al que bostezase en su presencia en un concierto. Eso es porque realmente no saben de música. Claro que también son los mismos que luego acunan sus discos de los Rolling Stones... si es que todo se pega. 

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