Harry el Sucio ha muerto. También la rata estereotipada de ‘El sargento de hierro’. Clint Eastwood, de 78 años, ha asesinado a uno de sus personajes más memorables en ‘Gran Torino’, una película que es como la campana de Gauss pero al revés: empieza arriba, se amodorra e infantiliza en la mitad para luego despegar con fuerza y terminar arriba, muy arriba. Lágrimas de acompañantes aparte, que demuestran sensibilidad a los dos lados de la pantalla, es una gran película. No es la mejor de Clint, pero sí que es fundamental porque cierra un círculo iniciado en los años 60 cuando cruzó el mundo para dar carne y cara al esqueleto diseñado por Sergio Leone, padre fílmico de Clint y del spaghetti western. Qué pena que haya asesinado su creación personal, pero si lo hace es porque empieza ya a cerrar puertas y no dejar cabos sin atar, para demostrar que es ahora, cuando supera la esperanza de vida media de su país, cuando ya es adulto, maduro y da lo mejor de sí mismo. Nunca antes este hombre fue tan buen cineasta, tan sencillo y profundo, tan clásico en cada decisión, movimiento y mirada.
Hace poco le preguntaron cómo se sentía ahora. Su respuesta fue “libre, jamás había sido tan libre como ahora”. Clint ya no volverá a actuar, ni falta que le hace. Ya no perderá tiempo y energías en hacer un papel que ha bordado una y otra vez desde que hiciera ‘Sin perdón’ y ‘Los puentes de Madison’, sus dos últimas interpretaciones no encasilladas. Ahora ya será sólo director, ahora que ha cerrado el ciclo del macho americano cabreado, después de cerrar el del western con ‘Sin perdón’. Ya sólo nos queda él, su voz suave en inglés y el doblaje soberbio de Constantino Romero que a la acompañante le produjo un shock postraumático convertido en carcajada. Esto es, ya sólo queda Clint.
Pd: vayan a verla. No lo olviden, no lo duden, déjense llevar.
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