Goya: cuatro letras cacofónicas que dan mucho juego en cráneos rasurados pero que definen al que dicen fue el gran revolucionario de la pintura. Una antigua iglesia monacal como es Santo Domingo se convirtió hace no mucho en sala de exposiciones en Salamanca, y dentro han metido en penumbra e iluminación indirecta los 80 grabados de la serie ‘Los desastres de la guerra’. Hasta aquí vamos en tono periodístico. Ahora, en lírico: jamás nadie supo convertir un arte menor en fotografía cien años antes de que ésta fuera considerada un arte útil. Goya no hizo grabados al uso, como los siete siglos antes, sino que “fotografió” con plancha y punzón los efectos de una guerra que mordió, masticó y escupió a una nación entera y la rebajó al nivel de la Edad Media.
La violencia mata la razón, y Goya vio perfectamente cómo esa fuerza irracional redujo a los campesinos españoles al nivel de guerrilleros degolladores, a los franceses al de salvajes y a la civilización en un recuerdo. España permanecía todavía en estado semisalvaje en aquel 1808; Napoleón les llevó a todos directamente al infierno. Y Goya cimentó su particular 1789 pictórico con ‘Los Caprichos’, las ‘Pinturas negras’ y ‘Los desastres de la guerra’, tres patas de un banco sobre el que asentar estilos y escuelas tan divergentes como el impresionismo, el expresionismo o el surrealismo. Los trazos rápidos, toscos y directos de ‘La romería de San Isidro’ los imitaron Monet y Manet; la fuerza de la locura y de la miseria de sus rostros se reflejó luego en la histeria deformante de los retratos de Munch; y sus sueños de brujas y simbolismos, como el perro semienterrado en un cuadro que parece fallido, anticipaban las demencias geniales de Dalí. La serie estará hasta el 11 de abril. Ni se lo piensen, muévanse simplemente. No dejen que se pudran sus mentes como el resto ante ese vitalismo falso que domina esta sociedad: si parpadeas y sufres, entonces estás vivo, que decían los nuevos espartanos.
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