Dice Enric González que el fracaso a largo plazo del modelo económico español se basa en lo de siempre: no hay inteligencia a la hora de invertir. Es más fácil sacarse unos cuantos millones en apenas un año por construir casas o poner un chiringuito turístico que meter dinero a fondo perdido en otras cosas que, a largo plazo, sí son más rentables. En España, salvo contados casos milagrosos que equivocaron su lugar de nacimiento, nadie piensa a largo plazo. Siempre se mira a lo mismo: el pan, la mantequilla y el cuchillo más cercano. De la misma forma que el exceso de realismo es castrante y genera sociedades materialistas y sin metas, la falta del mismo crea utopías monstruosas que suelen acabar mal. La inversión en tecnología y conocimiento no es tirar el dinero; pensar en la generación siguiente no es perder el tiempo. La meritocracia, concepto inexistente en España, es una demostración de cómo un hombre o una mujer, por esfuerzo, sacrificio, astucia y voluntad, puede llegar a lo más alto. Obama es un ejemplo: superó todas las barreras y está sentado en el trono. Llegar por inercia no tiene mérito alguno.
Pero en España no se fomenta el esfuerzo, el trabajo: se repite una y otra vez que el trabajo es el castigo de Dios contra Adán y Eva por desobedecerle. Miles de años de adoctrinamiento religioso han derivado en esta santa tierra en clichés psicológicos imposibles de borrar, al menos no en una o dos generaciones y sólo si se empieza desde ya. Pero eso no será posible porque incluso el sistema educativo baila y oscila una y otra vez en función del tarugo gobernante de turno; además, no se ha hecho una labor de explicación al pueblo de cómo es el sistema educativo. Ya puede funcionar la mejor pedagogía del mundo, pero si la gente no la conoce la verá como algo extraño y la rechazará. Así de simple: comunicar es esencial, y la amalgama de siglas termina en un marasmo que confunde a los padres, que al final dejan a sus retoños en soledad frente al televisor, la niñera perfecta que encima les ofrece productos infames como ‘Aída’, donde lo que se premia es la risa fácil y la sociopatía parasitaria. Ejemplo: en Gran Bretaña uno de los programas más vistos en TV es un culebrón sobre la periferia, pero sólo unas décimas por encima de un programa sobre arte moderno. Pues eso.
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