Salamanca no es Madrid. Salamanca no es Valladolid. Pero tampoco es Zamora, con lo cual habrá que encontrar algún punto intermedio en el cual una Feria del Libro no sea una sarta de atracciones de feriantes de segunda en la que importen más los títeres para los niños que los propios libros. Con apenas 20 lugares donde poder comprar libros, merece la pena regocijarse con la lluvia persistente que le cae a la Feria del Libro de Salamanca, porque da la sensación de una divina meada como juicio de valor. Si El Corte Inglés tiene stand, entonces apaga y vámonos, porque ya no será la fiesta de los libreros, de las editoriales y de los lectores, sino del más puro marketing.
Es cierto, los libreros tienen que sacar tajada de alguna forma, pero montar espectáculos alrededor de lo que importa para atraer a las familias no es de recibo. Los niños pueden comprar cuentos, pero las novelas y los libros los compra un sector muy determinado de la población: entre los 20 y los 45 años, justo la que no abundaba porque el bolsillo manda y más de uno ya tiene el eBook con la memoria llena de lo que necesita. Un descuento del 10% no es suficiente.
Sentimos no tener remedios para una feria que cada año pierde algo más de dinero y se convierte en una operación de publicidad deficitaria, tal y como confiesan en Víctor Jara en voz baja, porque en alta hay que pasar por el aro de los mil y pico euros del stand, del transporte y de todos los gastos derivados. La gente lee más que nunca, el formato de bolsillo es el rey pero los libreros no venden. Aquí hay gato encerrado, y habrá que encontrar otra forma de organizar este invento, para que no sean sólo Madrid, Barcelona, Valladolid y compañía las ferias que se llenen las arcas. Igual habría que eliminarla y duplicar el Día del Libro, o directamente no mentir con las cifras de ventas y que los libreros incrustados en la patronal no calquen año tras año las cifras. Este año habrá batacazo, y si no, alguien se ha tapado la nariz y mira para otro lado.
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