Nunca hay que dejar que la realidad o el testimonio de terceros destruya un mito. O cuando menos, hay que intentar contrarrestarlo. Claro que, al final, quizás sea mejor que el mito se venga abajo: Ernest Hemingway. Se ha encargado recientemente Antony Beevor (sin h en el nombre, aunque parezca mentira), aunque hay que recordar que Ernest luchó en la Primera Guerra Mundial (como conductor de la Cruz Roja), que cayó herido por la artillería y salvó a un soldado italiano. De todos los libros que dejó en vida antes de quitarse de en medio, Ernest el Rojo (mejor dicho, Ernest el Narciso, el Vividor, el tipo que pensó que haciéndose de izquierdas era más aventurero, épico y atractivo para la Historia), sin duda alguna el más profundo y conmovedor es ‘El viejo y el mar’. La soledad, la lucha de un hombre viejo y experimentado contra la fuerza de la Naturaleza, el tesón, el sacrificio, el pulso entre ese pescador y el brioso mar. Una lectura totalmente recomendable y que se sale de la norma impuesta por el propio autor, un “viva la virgen” de los que hubo pocos y que fue una de las mayores muestras del “ego yo-yo” que se haya visto nunca en Occidente.
No obstante, en las páginas finales de ‘El Día D’, de Beevor, en el capítulo referente a la liberación de París por los Aliados, narra el ambiente enrarecido y bufonesco que se encontraron los oficiales franceses de la 2ª División Acorazada al llegar a Rambouillet, cerca del Sena. Hemingway se paseaba armado como si fuera un miembro más de la Resistencia, rodeado de corresponsales de guerra obsesionados por ser los primeros en entrar en París. Para colmo de males andaba Ernest detrás de las faldas de Mary Welsh, luego su cuarta esposa; ufano, arrogante, agresivo, capaz de pegarle un puñetazo a un periodista americano al menor comentario sarcástico sobre “el general Hemingway”, y que incluso intentó torturar a pobre soldado alemán de unos 20 años capturado por la Resistencia. En cuanto quiso quemarle los pies con una vela un oficial americano de inteligencia militar sacó al prisionero y poco más que le puso el cañón de su arma en la cara a Ernest, que, ahí sí, se acojonó vivo. Mucho correr con los toritos en Pamplona pero luego con el rabo entre las piernas.
La Resistencia se mofaba de él por otros comentarios de otros tantos libros: actuaba más como soldado que como periodista de la revista ‘Coullier’, un detalle a tener en cuenta sobre su verdadera personalidad “incompleta”. Beevor podría ser un anti-Ernest, pero después de consultor otros libros… uf, uf. Nadie duda del valor de Ernest, pero sí de sus entendederas para comprender que una guerra es el abismo infinito del alma humana, no una plataforma para el lucimiento personal. Ernest fue un escritor de 6 sobre 10, y siempre hemos tenido la sensación de que hay más marketing que literatura en lo que dejó escrito. No obstante, el mito era interesante, hasta que el lector empieza a ver testimonios de otros periodistas y soldados de aquel 1944 y se dibuja un cuadro bien distinto. Una pena, oiga. Con lo bueno que es 'El viejo y el mar'...
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