Contaba un viejo catedrático de Filosofía de la Ciencia que lo que salvó a Galileo de morir en la hoguera fue haber bajado la cabeza a tiempo; de no haber calculado bien su situación ante un tribunal de la Inquisición romana habría terminado como Servet o Giordano Bruno: a la parrilla. Tremendamente inteligente (como una que yo me sé), el bueno de Galileo, viéndolas venir, giró sobre sus talones, convencido de que la verdad matemática al final saldría a la luz. También era consciente de que copias de su tratado ya viajaban camino de las imprentas de Londres, Oxford, Amberes, Venecia o La Haya, los últimos lugares libres de Europa. Sabía de sobra que mientras él penara penas falsas encerrado por orden de la Iglesia sus teorías barrerían como un incendio los dogmas cristianos. El cálculo galileano salió redondo, aunque le costara la libertad: salvó la vida y su obra.
La ira y la rabia son malas consejeras, y si Galileo hubiera perdido frente a su instinto habría terminado muerto, por eso es mejor ser astuto y paciente, como una hormiga, o mejor dicho, como un guerrillero. La sinceridad como bandera es bueno en un mundo ideal, pero el cálculo, el tono y la resistencia son las virtudes de un vencedor. Contaba Gervaise de la Rochelle cuando flanqueaba a las columnas americanas por Renania que él y sus hombres descubrieron un placer insuperable en atacar como lobos a los nazis: no podían con ellos. Eso es lo que debemos hacer todos: guerrilla, ser partisanos, calcular bien e imitar a los que se quedan entre los bancales bien protegidos, sabedores que esa noche van a asaltar al otro y no dejarles dormir. Era lo que hacían los vietnamitas contra los americanos: no les dejaban dormir, atacaban en oleadas en plena noche y desquiciaban al ejército más fuerte del mundo. Así que ya saben: AK a la espalda (metafórico, claro), un buen par de botas y toda la paciencia del mundo, porque el talento al final siempre vence (aunque sea tarde) y los mediocres terminan alimentando las calderas del sótano. Ya nos entienden.
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