En literatura, como en todo, coger un extremo del hilo y tirar casi siempre lleva a enredarse con otros muchos ovillos. Tirando de un genio olvidado convertido en clásico a partir de los años 60, Cavafis (o Kavafis), idolatrado por los Novísimos, se llega a ese hijo adoptivo de Salamanca que es Antonio Colinas, un verdadero poeta rodeado de aprendices de brujo que son incapaces de salir de estas estrechas paredes urbanas de piedra cargadas con el peso de la historia. Hoy muchos le conocen, pero no le leen. Cuando desaparezca (tarde, muy tarde) le convertirán en un tótem y lo llevarán y traerán a todos lados, como hicieron los griegos con Cavafis, al que despreciaron por su estilo y forma de vida. Su único pecado fue ser gay y vivir en los márgenes de la sociedad. El de Colinas es ser él mismo, independiente, haber encontrado voz propia y trabajarla. Por supuesto que está reconocido, pero como dijo un crítico una vez: “a los poetas nunca se les reconoce de verdad, jamás venden tanto como para ser visibles”. Por lo menos a Colinas le han hecho pregonero vitalicio de una Feria del Libro que decae y se adormece en su decrepitud, si no fuera por él. Nos quedamos con los primeros versos de ‘Ítaca’: “Cuando emprendas tu viaje pide que el camino sea largo, lleno de aventuras, lleno de experiencias...”. Lean ‘Sepulcro en Tarquinia’ de Colinas y verán cómo los clásicos pueden unir mundos distintos pero paralelos.
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