Nos hemos pensado mucho este post, por las repercusiones negativas que puede tener para nosotros, pero callarse algo por el mero cálculo de pérdida y beneficio a veces no es ni honorable ni moralmente aceptable. Sobre todo cuando nos envían un email más que ofensivo con una sarta de memeces bastante importante por parte de alguien a quien llamaremos Megalerdo. Así que nos vamos a mojar. Porque amamos tanto la música, en todos sus formatos, que no soportamos que nadie juegue a la yihad con ella.
Partimos de una premisa: salvo honrosas excepciones, y algún que otro aprendiz que intenta emular a sus mayores, los críticos musicales son una manada de tarugos de gran calado. Especialmente aquellos que se dedican a pensar que la música sólo existe después de 1950. Para esa gente que piensa que lo clásico es sinónimo de rancio, trasnochado y aburrido. Ni juntando a todos los músicos y compositores del rock, pop, hip-hop y demás subgéneros de los últimos 60 años se podría llegar a la complejidad del trabajo compositivo de una sinfonía, una ópera, un concierto de cuerda o una fuga de Bach. La música se parece mucho a la matemática, en niveles, grados y complejidad: en algunas obras entran en juego hasta 27 líneas sonoras diferentes que hay que combinar, y encima con estilo.
Usando el mismo símil, podría decirse que mientras Beethoven hacía derivadas, integrales y en algunos casos llegó a insinuar la mecánica cuántica sobre el pentagrama, los Beatles, los Stones y cualquier otro grupo se quedan al nivel de 2+2=4. Toda la base del pop es el consabido A+B+A, tan sencillo como fácilmente digerible: no hay desafío acústico, no hay complejidad que haga pensar, sólo placer y disfrute, una masificación orteguiana de la música, convertida ya en un producto más y no en un arte. Y eso va también por nuestro querido rock clásico. Algunos grupos, como The Doors, intentaron hacer algo diferente, pero hacer 2+2+5=9 no es sinónimo de genialidad, sólo de buenas intenciones. En ningún momento hemos quitado mérito a esa música, más bien lo contrario: disfrutamos de ella de igual manera que cualquiera, pero tenemos la tendencia a ponerlo todo en su justa medida, no a sacralizar el gusto. Las ideas sí merecen la pena, los gustos son productos personales. Escuchar a Scarlatti no es lo mismo que quedarse mirando al cielo mientras llega el sonido de 'Wild horses', por ejemplo. Y como son diferentes las reverenciamos ambas en su justa medida. La virtud es equilibrio, y esos principitos llorones con nula personalidad y que parecen salidos del Neo2 en cadena no cumplen con esa máxima.
Y a partir de ahí, querido Megalerdo, nacieron los críticos musicales post-1950: son igual de simples y sentimentales que la mayor parte de la música que escuchan, y por lo tanto sus productos son equivalentes en densidad y profundidad. La cuestión radica en que una sociedad que no se exige a sí misma intelectualmente no es capaz de producir nada elevado después. ¿Alguien ha visto un mono haciendo ecuaciones de segundo grado? ¿Verdad que no? Pues eso. Sólo una cosa, te reconocemos el mérito de habernos cabreado; una y no más, avisamos. Eso ya queda para ti y tu ego. Y por favor, aprende a escribir oraciones subordinadas cuando intentes comunicarte con el resto de homínidos, no tenemos tiempo para hacer de Champollion con jeroglíficos.
Pd: El de la foto es el avatar preferido del Equipo. Había que poner algo.
1 comentario:
Esta vez estoy con vosotros. La prueba del nueve en el futuro: ¿Qué música de la segunda mitad del siglo XX se oirán en las acústicas cuevas de Marte?
Sebastián Baeza desde la ultraperiferia
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