Lo que fue pensado para ser un pequeño cine y radio en casa, lo que iba a ser el invento definitivo para educar a las masas, se ha convertido en una caja tonta donde salvo excepciones, no hay conocimiento ni sabiduría ni formación. Programas como ‘Cifras y letras’, ‘Saber y ganar’ o ‘El tiempo es oro’ fueron espejismos que en realidad eran trampas para vender publicidad en forma de concurso con dinero al final del trayecto. Los programas musicales tampoco, porque en muchas ocasiones detrás están las discográficas buscando publicidad para sus grupos, por pequeña que sea.
La pregunta es, ¿cabe la posibilidad de que la TV eduque? No, pero por lo menos puede ser el inicio de algo, como una cadena de curiosidad e interés que se abre de forma espiral hacia un libro, una película, un artista o una teoría. A medio camino entre el culto al capitalismo y la concesión a la divulgación está el Canal Historia: a veces es simplón, ramplón incluso, otras, amarillista, pero también es el prólogo de algo más grande que puede llevar a una persona a buscar más información. Hay mucho sensacionalismo en los documentales, en algunos es tan claro que resulta insultante, pero no deja de ser un buen principio, como cuando un escritor tiene un primer párrafo que va directo a la yugular, o un músico vende un primer single bailable y sencillito para colar luego el resto; o los famosos tráiler de las películas, muchas veces con planos que luego no aparecen en los filmes. Es decir, un caramelo para endulzar la tarta que debería venir después. Si de cada diez que ven un documental sobre literatura irlandesa un domingo por la tarde al menos uno o dos se ponen luego a leer a Joyce, Shaw o Beckett, entonces habrá merecido la pena. El resto..., que vea Telecinco.
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