lunes, 13 de junio de 2011

Malditos ladrillos


Malditos ladrillos, esas cosas de aspecto rectangular llenos de agujeros y de esquinas. Por esos agujeros se fue mucho dinero, y en esas esquinas nos quedamos enganchados todos, nos llenamos de heridas. Todos: cuando las vacas eran gordas y llevaban bolsos de Gucci este país de excesos y poco sentido común se llenó de museos. Antes España no tenía museos de arte, ahora, desde que el Guggenheim cambió Bilbao para siempre, para mejor, hasta el último pueblo y capital de provincias quiere su propio cachalote varado de titanio o de lo que sea. Algunos se han quedado vacíos, para, como dicen en los informativos de Cuatro, "para bodas y bautizos", como parte de las instalaciones de la Ciudad de las Ciencias de Valencia.

Un desastre; con ladrillo han muerto muchas empresas, muchas nóminas, muchos sueños, muchos buenos deseos. Algunos museos sobreviven como pueden, otros simplemente cierran (Chillida-Leku) y los demás cuentan los días de vida que les quedan. Cuando todo era dinero, se intentó cubrir el diferencial cultural entre España y el resto de Europa reutilizando fábricas, cárceles (como en el caso del DA2 de Salamanca), viejas siderúrgicas y puertos industriales aplastados por la reconversión (el Centro Niemeyer de Avilés) o palacetes en desuso (como el Thyssen). Algunos, como éste último, han sido un éxito, otros son el mejor ejemplo de cómo la manga ancha y la mala inversión del dinero público en cultura es el principal enemigo de la propia cultura. El sentido común, el menos común de los sentidos, ha brillado por su ausencia, y repetimos la misma cantinela: más dinero privado, más ligazón con la educación, más proyección exterior y dinamismo. Flexibles como un junco, no endurecidos como una escayola academicista. El resultado final es un erial de edificios sin terminar o mausoleos dedicados a mayor gloria de la especulación inmobiliaria, cuando daba igual hacer pisos que museos, lo esencial era tener licencias para construir y crear cosas que luego vender, ya fuera un pobre aspirante a propietario de una vivienda o un ayuntamiento, comunidad o Gobierno Central. La próxima vez que la vaca esté gorda, en lugar de comprarle un bolso, cómprenle un ordenador o un libro.


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