Mal vamos por el mundo cuando hacen falta Días Internacionales para rememorar algo. Nos fijamos en el Thyssen-Bornemisza, muy dado a ser el más mercantilista de todas las grandes pinacotecas de la Milla del Arte de Madrid. Las coge al vuelo el legado del barón y su recalcitrante nueva dueña, que prorroga un año más y avisa de que igual al que sigue se va con la colección a otra parte. Va de culo la baronesa Tita si piensa que Cultura y el Estado van a dejarle llevarse esa máquina de hacer dinero; algo harán para evitarlo.
Por el camino está la condición de la mujer en el arte, que ha pasado de mero objeto activo (en las mitologías paganas, que no dejaban de ser también machistas) al de circunstancia pasiva (en el cristianismo y el resto de religiones monoteístas). Una pena que la religión haya influido tanto en el arte, y viceversa, aunque no deberíamos confundir poder con instrumento. Sólo a partir del siglo XIX empezó la mujer a ser un sujeto y no un objeto, y ese despertar nos ha beneficiado a todos. No soportamos que haya un Día de la Mujer porque su existencia es una muestra de nuestro fracaso como sociedad: si está ahí es porque todavía no hay igualdad. No somos proclives a las minorías reforzadas o a una paridad por la que se cuelan tantas estúpidas como estúpidos. Para nuestra desgracia las mujeres no son mejores que los hombres, son igual de humanas, demasiado humanas. No por haber más Juana de Arco vamos a ser mejores, nos tememos. Ojalá fuera así y los machos no fueran más que una manada de cavernícolas. Pero va a ser que no.
En el arte ocurre lo mismo: demasiados autores fálicos convirtieron a sus compañeras en otra parte más de sus composiciones, y sólo a costa de muchos dolores el siglo XX logró ver a mujeres creando. Bienvenida sea hasta la última artista, que haya convergencia y no divergencia, y que finalmente no haya que organizar exposiciones temáticas femeninas. Eso supondría que somos mejores.
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