Mucha atención a la foto que hay sobre estas líneas. ¿Qué parece?, ¿la cola para ir al FIB?, ¿para comprar entradas para Coldplay?, ¿para entrar a un club? No, nada de eso, es la cola para comprar entradas para los Proms de Londres, la mayor fiesta de la música clásica, la MÚSICA con mayúsculas: compleja, pura matemática emocional, una estructura que tiene mucho de ciencia y otro tanto de arte, nada que ver con el ABA de toda la vida del pop consagrado por los Beatles, entre otros. Facilón. Muy facilón todo.
Este post casi parece una repetición, pero es que la envidia es muy malsana, y nos hace caer en la misma autocompasión de ver cómo en el corazón de Inglaterra, el mismo país que monta Glastonbury cada año, no hay que olvidarlo, y que se pirra por Coldplay, los clubes y los festivales en la costa levantina, también da el Do de pecho por el mayor compendio de clasicismo conocido, a puertas abiertas para el público, popular y deliciosamente inteligente. Las comparaciones son brutalmente dolorosas con la nación que ha dado a Bustamante, Bisbal y Alejandro Sanz al mundo. Tan sólo esperamos que algún día la Humanidad nos perdone.
Quien vaya a los Proms verá que no hay diferencias de raza, religión, color, clase social o gustos, son una gran fiesta. Y esto es algo que no habíamos recalcado en el otro post que se hizo sobre esto: cuando el arte es una gran fiesta, todos entran y saborean, cuando es casi una obligación o una devoción académica, se convierte en un antipático lastre que nadie desea. Todo lo que toca el Estado se convierte en eso: en España convertimos la cultura es una asignatura de examen, en algo que hay que tener apolillado en la biblioteca criando polvo y siglos. La música es una gran fiesta de cada uno, como si fuéramos cajas de música universales; si se toma como una obligación o un deber, no llegaremos ni a la puerta, y la gente, hastiada, se echará en brazos de ese monstruos demoníaco llamado "sonido latino". Dios nos proteja...
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